
Te recuerdo en aquellos días que rondabas los aparadores de la calle de la moda, distraída, tratando de probarte con los ojos aquel vestido que siempre quisiste comprarte, pero que nunca te alcanzaba porque no tenías el trabajo de tus sueños. Mira que soñabas mucho por aquellos días, los mismos en que el invierno se disfrazaba de un sol con su dilema de asomarse o seguirse ocultando. También recuerdo que disfrutabas de caerte con la risa que te provocaba la inocencia con la que cruzaba las calles, vaya, que te quiero decir que ahora espero el disco en verde, casi siempre. Cuando lo dudo por un momento es cuando más te traigo a mi memoria. Digamos que te ocupo como mi héroe que desaparece cuando todo ya está en calma. Es verdad que nunca te comprendí, pero debes reconocer que no eres fácil de entender: tus secretos, tus charlas, el café, las amigas y los buenos modales que olvidamos en el sofá que te regaló tu psicoanalista. Reconozco que desde la sala de espera trataba de escuchar esos murmullos que lograban colarse por los poros distraídos del concreto del consultorio, y es que nunca me contabas ni la mínima palabra, sólo la arenga de guardar un secreto que quizá nadie quería saber, sólo yo. Lucía, mi queridísima Lucía, siempre quise acompañarte a esos lugares extraños que solías visitar en los momentos más tristes de tu vida. Créeme que disfrutaba los aparadores y esas tiendas perfumadas, esos olores no puedo olvidarlos, hoy los percibo cuando vuelvo a pasar por esas calles. ¿Recuerdas que te decía que te parecías a los maniquís que un día estaban completamente vestidas y al siguiente mostrando su desnudez perfecta? Sí, siempre quisiste ser una de ellas, pero yo nunca te lo permití, cuando lo ibas a intentar antes te abrazaba y te plantaba un beso, descubrí que eso te hacía volver a la cordura y me empujabas. Sí, me empujabas y creo que lo disfrutaba hasta que te dignaste a darme el primeo, también fue el último. No me arrepiento de todas esas cosas que te dije, pero me hubiera gustado haberte dicho tantas otras antes de que abordaras el avión, tu locura te convenció de partir y buscar lo que siempre llamaste tu felicidad. Pero en qué estabas pensando cuando me confesaste que siempre estuviste enamorada de mí. No previste el dolor que nos dejaste a mi memoria y a mis costumbres de ser solitario en las noches de alcoba. Pero quiero dejar claro que no te acuso, pues con eso me otorgaste el derecho de existir a mi medida, de vivir la vida que olvidé en las páginas de los pequeños libros que leías en el balcón del edifico que daba justo en frente de esa tienda, en la que mirabas con ojos tristes, casi llorosos, a las ostentosas señoras copetonas que entraban con las manos vacías y salían con las bolsas llenas de trapos inservibles que sólo ocultaban una belleza, que dudo tuvieran tanto como tú. Eras hermosa, todos en la calle decían lo mismo, y no me encelaba, más bien yo decía que esa era la manera de comprobar mi teoría amorosa hacía ti. Lucía, también yo terminé enamorado, igual no lo dije por miedo a que no fuera absolutamente correspondido. Pero las cartas guardan los mejores secretos, así que puedo decir que nunca quise hacerte llorar, pero la insoportable manera en la que me mirabas me obligaba decirte que te olvidaras de los sueños de vuelo y por fin aterrizaras en la habitación en mora que teníamos. Resultaba lo más justo desde mi lado de la cama, pues descubrir que te habías enamorado, por fin, después de estar casada conmigo cerca de dos años, era algo lindo. Sí, lindo, cómo nombrabas a las hojas de otoño que se trituraban bajo tus zapatos azules que tanto cuidabas y que yo un día por descuido olvidé recoger de los remiendo que le encargaste al zapatero. Ellos te enamoraban en un instante y los acompañabas sin la más mínima duda, esos eran los momentos en que comencé a odiarte, pero sólo un poco, lo suficiente para ayudarte con tus maletas en el aeropuerto y que abordaras lo más rápido posible, no fuera que perdieras el vuelo, que siempre era lo que deseabas: volar, volar y seguir volando, aunque fuera necesario pedir prestadas las alas de algún extraño. Nunca tuviste vergüenza en pedir y no devolver lo que no fuera tuyo, eso importaba poco, muy poco, nunca dejé de consentirte tus irresponsables modales. Al final fueron los que te permitieron correr a la orilla del mar y que las olas te fueran mojando los dedos. Entonces ninguno de los dos se equivocó mi querida Lucía, si alguien nos acusa seremos los primeros en defendernos, es verdad que ya no estarás conmigo pero seguiremos de alguna manera conectados. La distancia se convertirá en el pretexto más justificado para escribir lo que me callé durante los últimos años.
Casco de Santo Tomas, D. F.
Josué Dante
Casco de Santo Tomas, D. F.
Josué Dante
No hay comentarios:
Publicar un comentario